Bienvenidos al club del descontento. Aquí se revelan inquietudes, de toda disciplina y condición. Ya sean divinas o humanas, para regodeo de todo espectador que desee sumergirse en tan tupidas letras, bien del rebaño o egregio cual maverick.






21 de febrero de 2011

Industrialización del alma

Me produce tristeza y gracia a la vez -algo parecido a la melancolía- ver a los que interpretan las cosas dispuestas entre sus ojos y la mesa del despacho o la lata de cerveza que va y viene junto a la pelota del partido dominical. Tristeza por ver cómo somos una especie corruptible, que puede someterse a principios contrarios a su naturaleza. La industrialización ha invadido campos del alma donde no hubo barbecho. Y conviven necesidades con imposiciones. Necesidades como respirar aire puro, hacer lo que a uno le apasione, romper clichés que coartan nuestra conformidad, vivir. Imposiciones parece que hay dos. Una es la rutina vital capitalista que casi todos los ciudadanos no se plantean. Otra es sentirse culpable si uno pone en tela de juicio lo que debe hacer en un mundo industrial y capitalista. La rutina la marca el capital, el dinero, esto es, el sentido material de la imposición. El sentido inmaterial es la culpa, un sentido de culpabilidad bien explotado por la educación postindustrial y el catolicismo, que han marcado la línea del deber y el deber ser. Frases como "pudimos tener mucho dinero", "tuvo una gran oportunidad y la desaprovechó" o "debiste estudiar otra cosa que no fuera Bellas Artes/Filosofía/Filología/Interpretación/Música/Magisterio" se oyen comúnmente de personas que proyectan su sensación de fracaso, que tienen la visión del éxito contemporáneo o que son católicas. Parece que hemos dejado atrás los clichés, pero no sólo los hemos conservado, sino que hemos generado unos nuevos. Valorarnos a través de las cosas y/o de las personas y no a través de nuestros mismos, a través de las profesiones y no de las vocaciones o vivir guiados y no siguiendo pulsiones o pasiones propias son buenos ejemplos. Voy a parar de escribir que me encuentro un poco denso y me puedo tirar así toda la noche. Eso sí, la esperanza es tímida y nunca quiere salir de su casa: el hombre.

2 de febrero de 2011

Libre, salvo pacto en contrario

La libertad es un concepto manido, que está perdiendo su valor y fuerza. Apenas invoca su poderío la elocuencia de los grandes símbolos políticos de nuestro tiempo. Se nos está olvidando que somos libres, como decía Unamuno, de puro sabido se olvida. La libertad es una constante búsqueda de un estatus del que se estaba más cerca en la descolonización del XIX que en la ola de Obama. No queremos afrontar que somos libres y que por encima de todo está el poder de elegir. Parece que hay menos madurez social ahora que hace doscientos años. Hay miedo a sentirse solo y da la sensación, si cumplimos ciertos requisitos, de que el Estado, como madre, arropa nuestros fríos cuerpos con un manto de subsidios, seguridad social y calor político. Y así funciona la mayoría de las dictaduras, a fuerza de hacer creer al personal que está desamparado y que el Estado le protege, le cobija, le aísla del mal.
Egipto ha tomado aire gracias a la revuelta de Túnez y está despertando de esa anestesia tan bien administrada por todo dictador y que no toda fisiología tolera. Ahora vemos el concurso de acreedores que padece Mubarak. Su negocio, esto es, el Estado, se hunde y sus hijos ven evaporarse la herencia que tan diligentemente había acaparado su padre. Esto ocurre a pequeña escala en nuestras vidas, constantemente. A pequeña escala en cuanto a tamaño, no a magnitud. Hay multitud de personas que, al igual que Mubarak han tenido la suerte de aunar a unos cuantos bajo su control. Y bajo esa responsabilidad lo único que han sabido ejercer es la tiranía. Y, aunque el dominio sobre las personas sea ilegítimo, los que se subordinan al poder de tan vil tirano olvidan, con su tiranía de embuste, latigazo y caricia, que son libres. Libres para ser, elegir y amar. Libres de todo calor ajeno, ya que con el propio les basta para calentar el corazón y si tienen fortuna, el de otro que palpite en pos del suyo.

"Conocerás a los hombres el día que hayas descubierto lo que tienen en común sus corazones". Confucio